17 noviembre 2007

I.I. - Página 14

“...
Las medianoches en el salón de ajedrez eran el comienzo del cierre, en el cual se acostumbraban los “torneítos” de ping pong. El sistema consistía en arrancar todos desde 5 minutos, quien ganaba jugaría la próxima vez con 4 minutos y medio (hasta el mínimo de 1 minuto) y quien perdía, jugaría la próxima vez con 5 minutos y medio (hasta el máximo de 7 minutos).
Ramón era la estrella. Tuvieron que rediseñar el sistema por él, ya que se cansó de ganar torneos con 1 minuto. Tras arduas desavenencias, convinieron Ramón y Santibáñez agregar un reloj digital, e ir bajando de a un segundo por torneo ganado. Ramón llegó a los 55 segundos después de ganar cinco torneos consecutivos, y luego de eso no se le vio más el pelo. Ni las manos, ni las orejas.
Las conjeturas iban desde que no quería conocer su techo (que estimábamos en 48 segundos) hasta que ya había llegado a conocerlo todo sobre ajedrez, y por lo tanto, lo aburría.
No faltaron las ideas raras del tipo: “Ramón ejercía un control psicológico sobre su oponente. Podía tener una posición perdida, una posición que su rival normalmente despacharía en tres movimientos, pero por alguna extraña razón en esa partida el rival no lo veía. Así como Ramón podía ver lo invisible del juego (los movimientos de las piezas, en lugar de las piezas) no sería raro que pudiese obrar sobre el estado de ánimo de su oponente. Pensaba con el tiempo ajeno, su tiempo lo insumían sólo dos cosas, el movimiento de la mano al reloj y el mantener una imagen impertérrita, marmórea, infalible. Dado que el movimiento de la mano no podía ser aún más rápido, restarle tiempo equivalía a menoscabarle su imagen. Con 56 segundos, se lo vio sudar por primera vez. Para Ramón, la inseguridad era catastrófica. Mucho más aún que pifiarle en una apertura (podía dar vuelta gambitos increíbles, con gambetas ilógicas). Cualquier ápice de inseguridad significaba en él reacciones en cadena insospechadas. Como no volver a salir de su casa.”
La última noticia de él fue que ahora contaba 3-3-3, 2-2-2, 1-1-1, cada vez que cerraba una puerta con llave, donde cada dígito era un clic de la llave, y una marca en sus ya callosos pulgar e índice.
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